martes

asado en merlo

Llegamos a la quinta en esa hora incómoda de la media mañana, muy tarde tarde para un café con leche y muy temprano para picada y vino tinto.
Ya habíamos tenido esta charla. Le causaba gracia que mi familia fuera tan chiquita.
-¿Cuántos son en tu familia?
-En total somos siete. Mis viejos son hijos únicos. No tengo tíos ni primos ni nada. Sólo mis viejos y mis hermanas y mis dos sobrinos.
-Nosotros, después de algunas bajas, divorcios y deserciones somos cincuenta y tres. Los íntimos.
-¿Y te acordás los nombres de todos?
-Claro, tonta.
-¿A ver? Probalo.
Yo estaba fascinada con esa multitud pero ¿tenía que conocerlos a todos juntos ese domingo?
Dimos diez millones de vueltas y finalmente llegamos a la quinta. Ya habían llegado casi todos. Euforia. Nos recibió la hermana de Jorge. Se había divorciado hacía muy poco y estaba emboladísima de volver a convivir con su familia. Eso le daba cierta malicia que hasta la volvía entretenida. Me ofreció un mate lavado que me quemó la lengua y me reventó el estómago.
Por todos lados veía gente charlando en grupos, todos parecían divertidos: mujeres haciendo ensaladas, hombres panzones y sudados blandiendo palos humeantes y cuchillos, niñas charlatanas peleando por sus barbies, adolescentes regordetas tomando sol, padres recientes que se hacían llamar Charly o Willy. Maestras y directoras de colegio primario que puteaban como barrabravas. Psicopedagogas y profesoras de gimnasia discutiendo sobre celulitis.
Yo iba escondida atrás de Jorge, absolutamente intimidada por la situación, saludaba y sonreía. Ya me dolía la cara de tantos besos. ¿A los nenes también hay que saludarlos? ¿Por qué los obligan a besar a extraños? ¿Tengo que agacharme hasta el piso para que un nene con la cara llena de mocos se niegue a saludarme? Mientras una madre orgullosa le dice: Dale, Ian, ¿porqué no le das un beso a la novia de George? ¿Tu nombre era?
Si yo hacía el esfuerzo de aprenderme nombre, sobrenombre, relación de parentesco, profesión o algún otro dato que me permitiera iniciar una mínima conversación, ¿qué le costaba a esta estúpida retener que yo era María? María, dije. Me empecé a fastidiar.
Jorge era el menor de los primos grandes, la mayoría ya casados, fanfarrones o sólamente nabos. Me quedaba tratar de encontrar algún aliado entre los más chicos. Una estudiante del profesorado de gimnasia me preguntó si había leído a Fromm. Huí. Me acerqué a los mellizos. No me costó nada darme cuenta de que Beto tenía un sólo tema de conversación: fútbol. Mati, su hermano, me miró con desdén sin dejar de tararear una canción de Talía. Hay algún clóset con ganas de abrirse, pensé y me seguí mi camino.
Juli, la hermana de Jorge, me preguntó si había llevado la malla. Le dije que no y se ofreció conseguirme una. La quinta tenía una pileta hermosa. No me ponía un traje de baño enterizo desde el colegio. Peor no me podía quedar: cuando caminaba, se me metía en el culo y tenía un cierre que me aplastaba las tetas. Agradecí a todos los santos por lo menos haber ido bien depilada.
Nos sentamos a comer en el quincho. Chinchulines, choricitos, tira de asado, vacío, mollejas, ensaladas de todo tipo y vino tinto: comer hasta la autodestrucción. La madre de Jorge se me acercó y el primer comentario me cayó pésimo: "así que tenés dos sobrinos. Empezó joven tu hermana." ¿Empezó qué? tenía ganas de decirle. Pero se fue a traer más hielo. Pasó. Se me acercó la tía puteadora y continuó "así que estudiás letras. ¿Y qué carajo vas a hacer cuando te recibas?" Me disculpé y me fui al baño. Trajeron los postres. A seguir morfando. Jorge se puso a discutir con Beto, el mellizo, y Charly, el abogado fanfarrón, sobre el destino de la selección nacional. Yo estaba aburrida. Me solté de la mano Jorge. Las dos adolescentes regordetas ensayaban con Mati una coreografía de Britney Spears. Lamenté estar pasando una etapa fundamentalista anti-pop. En un rincón las mujeres casadas estaban intercambiando frustraciones. Cuando me vieron venir, se callaron. No había lugar para mí en ese asado. Me acerqué a las nenas y jugamos con las Barbies.
¡Todos al agua! Jorge me dijo dale si te gusta, andá a la pile. Chapuzón. Las nenas se tiraban desde el borde salpicando a todo el mundo. Como Ian no sabía nadar, tenía esos flotadores transparentes en los brazos y se movía como un perrito. También se metieron las adolescentes regordetas y los mellizos. Es decir, todos los primos más chicos y yo, aspirante a serlo. Empezaron a pasarse una pelota pulpo. Iba y venía. Dos equipos, jugaban al loco. En una de esas, la pelota cayó cerca de mí. La agarré y empezaron a gritar: tirámela a mí, tirámela a mí. Feliz de por fin ser parte de algo, apunté y la tiré con tanta mala suerte que la pelota picó en el agua y fue a parar de lleno, violentamente, contra la cara de Ian. El nene se tomó un momento, juntó fuerza y pegó un grito que duró un siglo. Movía los bracitos con los flotadores. El agua se empezó a teñir de rojo. Vinieron corriendo todos los adultos. Lo rescataron. La madre le puso la cara para arriba y le limpió la sangre con un pañuelo. El pendejo no paraba de gritar. Yo, paralizada. Miré a mi alrededor tratando de encontrar alguna mirada cómplice. Pero no.
Desde entonces soy la peor. Soy la que le partió la nariz al nene. Todos me odian.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Chinchuliiiiiines, mollejiiiiiitas!
No, María así no, eh! Vos me querés transformar la gastritis en úlcera. Por favor, medí tus palabras, tené en cuenta que somos muchos los que estamos lejos del asado y estamos llenos de añoralgias. De todas maneras ese guachito se merecía que le rompieras la jeta... y yo no te odio!

Unknown dijo...

Lo mejor "Jorge era el menor de los primos grandes, la mayoría ya casados, fanfarrones o sólamente nabos."
Todavía me estoy riendo.

Si fuera mi familia diría ¡qué garrón!

No sé por qué doy por sentado kel texto es autobiográfico, María.
¡Qué garrón!

Flor dijo...

la proxima vez te va a saludar el pendejo.